Carlo Lucarelli
LA ISLA DEL ÁNGEL CAÍDO
Barcelona, 2003, MDS Books/Mediasat.
“Cuando caminaba, Mazzarino tenía la impresión de no ir solo. Lo hacía pisando fuerte, como si marcara el paso, echando hacia delante los anchos hombros y con los brazos doblados y abiertos a los lados, como si tuviera que contener el empuje de una multitud y al mismo tiempo avivar su fuerza. Cuando caminaba, el capomanipolo Mazzarino sentía en el cuello el aliento de miles y miles de camisas negras, oía a sus espaldas el susurro de las orlas plateadas de los gallardetes, percibía con el rabillo del ojo la blancura ondeante de las calaveras y los huesos bordados en la tela negra; lo ceñían al cinto las porras y los puñales de los escuadristas, y lo ensordecía el rítmico estruendo de la fanfarria, trompetas, bombo y tambores y el paso de las botas de la Milicia. El capomanipolo Mazzarino sabía que no iba solo cuando caminaba, y lo hacía como si fuera al frente de una columna, firme y recio como si supiera muy bien de dónde venía y adónde iba.
Antes, no; antes de ser escuadrista y pasar a a camisa negra, vicecaposcuadra, aiutante y capomanipolo, no lo sabía. Había nacido en un lugar al que nada venía y del que nada salía. Un monte en plenos Apeninos, una casa de campo aislada, metida en un bosque de árboles negros que a aquella altitud crecían chatos y gruesos, como eran él mismo y sus dieciséis hermanos. Aparte de la hermana mayor, que se había quedado en casa para ayudar a la madre, las mujeres eran las únicas que se iban, porque el padre las mandaba a servir a los pueblos de abajo o a la ciudad en cuanto cumplían los trece años. En cambio, los varones se quedaban allí, cavando una tierra que no daba nada, criando ovejas tan flacas como cabras, recogiendo castañas, capturando mulas salvajes y cazando jabalíes. Así era Mazzarino, y así eran todos sus hermanos y hermanas: respiraban dando soplidos con la mandíbula sacada, gruñían medias palabras en dialecto montañés con un tono ronco y cerrado, y olfateaban el aire como jabalíes, ensanchando las aletas de la nariz chata, recios, hirsutos y negros como ellos.” (p. 63)
LA ISLA DEL ÁNGEL CAÍDO
Barcelona, 2003, MDS Books/Mediasat.
“Cuando caminaba, Mazzarino tenía la impresión de no ir solo. Lo hacía pisando fuerte, como si marcara el paso, echando hacia delante los anchos hombros y con los brazos doblados y abiertos a los lados, como si tuviera que contener el empuje de una multitud y al mismo tiempo avivar su fuerza. Cuando caminaba, el capomanipolo Mazzarino sentía en el cuello el aliento de miles y miles de camisas negras, oía a sus espaldas el susurro de las orlas plateadas de los gallardetes, percibía con el rabillo del ojo la blancura ondeante de las calaveras y los huesos bordados en la tela negra; lo ceñían al cinto las porras y los puñales de los escuadristas, y lo ensordecía el rítmico estruendo de la fanfarria, trompetas, bombo y tambores y el paso de las botas de la Milicia. El capomanipolo Mazzarino sabía que no iba solo cuando caminaba, y lo hacía como si fuera al frente de una columna, firme y recio como si supiera muy bien de dónde venía y adónde iba.
Antes, no; antes de ser escuadrista y pasar a a camisa negra, vicecaposcuadra, aiutante y capomanipolo, no lo sabía. Había nacido en un lugar al que nada venía y del que nada salía. Un monte en plenos Apeninos, una casa de campo aislada, metida en un bosque de árboles negros que a aquella altitud crecían chatos y gruesos, como eran él mismo y sus dieciséis hermanos. Aparte de la hermana mayor, que se había quedado en casa para ayudar a la madre, las mujeres eran las únicas que se iban, porque el padre las mandaba a servir a los pueblos de abajo o a la ciudad en cuanto cumplían los trece años. En cambio, los varones se quedaban allí, cavando una tierra que no daba nada, criando ovejas tan flacas como cabras, recogiendo castañas, capturando mulas salvajes y cazando jabalíes. Así era Mazzarino, y así eran todos sus hermanos y hermanas: respiraban dando soplidos con la mandíbula sacada, gruñían medias palabras en dialecto montañés con un tono ronco y cerrado, y olfateaban el aire como jabalíes, ensanchando las aletas de la nariz chata, recios, hirsutos y negros como ellos.” (p. 63)