viernes, 24 de septiembre de 2021

Irene Vallejo
EL INFINITO EN UN JUNCO
Madrid, 2021, Siruela.



“Mientras sostenía aquel delicado pergamino entre las manos enguantadas para no dañarlo, pensé en la crueldad. Igual que en nuestra época las crías de foca mueren a bastonazos sobre la nieve para que podamos arrebujarnos en cálidos abrigos de pieles, también los manuscritos más lujosos del medievo exigían considerables dosis de sadismo. Existieron ejemplares bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas «vitelas», que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de su madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros. Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre —la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización—. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia. En consonancia con esa extraña contradicción humana, muchos de esos libros han servido para difundir por el mundo torrentes de palabras sabias sobre el amor, la bondad y la compasión.  
   Un gran manuscrito podía causar la muerte de un rebaño entero. De hecho, hoy no habría animales suficientes en el mundo para la descomunal matanza que exigirían nuestras publicaciones. Según los cálculos del historiador Peter Watson, si suponemos que cada piel ocupara un área de medio metro cuadrado, un libro de ciento cincuenta páginas exigiría el sacrificio de entre diez y doce animales. Otros expertos asignan cientos de pieles a un solo ejemplar de la biblia de Gutenberg. Producir copias en pergamino de una obra, que era la única forma de favorecer su supervivencia, suponía un gasto enorme, al alcance de muy pocos. No es extraño que poseer un libro, incluso un ejemplar corriente, fuera durante largo tiempo privilegio exclusivo de nobles y órdenes religiosas. En una biblia del siglo XIII, el escriba, agobiado por la escasez de material, anota al margen: «Oh, si el cielo fuera de pergamino y el mar fuera de tinta».” (p. 84-85)