sábado, 21 de abril de 2012


Miguel Delibes
LA SOMBRA DEL CIPRÉS ES ALARGADA
Barcelona, 1963, Destino.


“La idea de la muerte iba amoldándose a los límites, cada vez  más amplios, de mi corazón: iba adquiriendo consistencia y fuerza, invadiendo toda mi existencia psíquica, informándola en todas sus manifestaciones. Esta idea posibilitaba mi entera comprensión de la exacta teoría del desasimiento. Al hombre, por el mero hecho de vivir, le era necesario aprender antes a despojarse de todo con una sonrisa de escepticismo. La vida y el mundo corrían lo mismo en la felicidad que en la desgracia. Nadie podía dormirse en la euforia del optimismo o en la angustia del dolor; la corriente de la vida lo arrastraría sistemáticamente hasta expulsarlo de su cauce por nocivo y anormal. Había que seguir la corriente, parear la existencia íntima con el impulso vital que animaba a la masa humana. Las exigencias de la vida privaban en cierto modo al hombre de su albedrío; le hacían esclavo de una voluntad gregaria, que no goza ni siente, sino que va; va en un sentido o en otro, arrastrada por las circunstancias del momento, accionada por causas absolutamente extrañas a su voluntad.” (p. 82)

“Terminados mis estudios me enrolé en un barco frutero para cumplir mis cuatrocientos días de prácticas. (...) Aprendí entonces a ver tierras y mares; a navegar y a desenvolverme en el mundo; empecé a convencerme de que el moverse por la tierra causa mayores trastornos que cruzar el mar y que el temor al mar de los hombres de tierra se debe antes que nada a un fenómeno de sugestión apoyado en la idea obsesiva de la inmensidad en profundidad, longitud y anchura. A mí, que poco a poco iba trocándome en un hombre de mar, me mareaba la tierra más que el agua. Me mareaban los hombres con sus mezquinos problemas a cuestas, con su locuacidad desbordada, con sus ambiciones, con sus odios, con la visión clara de su vitalidad efímera, infaliblemente limitada. Encontraba por contra que el océano traía consigo la paz de los espíritus. Una paz sedante y fácil, que sólo puede dar lo que no ofrece límite ni barrera en el espacio ni en el tiempo.” (p. 143)