Darío Stainszrajber
FILOSOFÍA EN DOCE FRASES (I)
Barcelona, 2019, Ariel.
“¿Realmente tiene sentido todo esto que estamos haciendo si al final de cuentas nacimos para morir?
No entiendo para qué hay que pensar en todo esto, ¿pero podríamos no hacerlo? Pensar en esto es hacer filosofía. La filosofía angustia. La pregunta angustia. No nos hace felices, o por lo menos no nos brinda el sosiego de la certeza. Nos obliga a replantearnos todo, incluso la misma idea que tenemos de felicidad. La filosofía nos golpea de lleno con nuestras propias limitaciones. Interrumpe el fluir de una cotidianeidad segura donde todo funciona, y pone por eso todo entre paréntesis. Todo; en especial, la noción de funcionamiento como supuesto último de todas nuestras acciones. Al interrumpir, la filosofía hace que todo lo que venía funcionando normalmente se detenga. Es que interrumpir es básicamente cuestionar la normalidad, evidenciar la norma. Y así, se interrumpe la lógica del buen funcionamiento y se abre el espacio para la pregunta. La pregunta por el porqué. La pregunta que inquiere y no la que busca una respuesta. Una pregunta con respuesta nos calma. Una respuesta que aún puede ser abierta con una nueva pregunta nos moviliza. Y si cada nueva respuesta puede a su vez ser abierta, alcanzamos lo abierto. Lo abierto angustia. Lo cerrado angustia. El todo angustia. La nada angustia...” (pp. 18-19)
[Las cursivas pertenecen al texto.]
“Sócrates es condenado por la justicia ateniense, acusado de corromper a la juventud enseñando falsedades acerca de los dioses. Pero como explica Sócrates muy bien en primera persona, en su defensa que Platón reconstruye en ese texto llamado Apología de Sócrates, él ya estaba condenado de antemano; o mejor dicho: se lo acusaba de mucho más de lo que aparece en el juicio como acusaciones concretas.
A Sócrates no lo querían. No lo querían porque con sus actitudes por fuera de lo estatuido ponía en evidencia la oscuridad de las prácticas institucionales. Ponía en evidencia lo formal, lo vacío del ethos ateniense, la deflación de sus valores, la crisis. Incluso antes del suceso del oráculo. Sócrates con su propio comportamiento, con su propia manera de vivir, molestaba. Incomodaba a una ciudadanía que se había acostumbrado a una doble moral, a una vida democrática que, según explica muy bien en la República, se degradaba en demagogia, esto es, en el aprovechamiento de las formas del sistema democrático, pero para otros fines, más espurios y menos comunitarios.
Sócrates molestaba sin hacer nada, o sea, demostrando con su propia experiencia de vida que se podía vivir de otra manera. No era un sofista. O era tan sofista que ya estaba del otro lado. Escuchaba. Repreguntaba. No daba clases, sino que creaba las condiciones para un diálogo en el que circulara la palabra. No explicaba nada, sino que desarticulaba certezas para que aquel que se hallaba muy convencido de algo, sufriera una perplejidad abismal al derrumbarse casi todas las justificaciones de su saber.” (p. 76)
FILOSOFÍA EN DOCE FRASES (I)
Barcelona, 2019, Ariel.
“¿Realmente tiene sentido todo esto que estamos haciendo si al final de cuentas nacimos para morir?
No entiendo para qué hay que pensar en todo esto, ¿pero podríamos no hacerlo? Pensar en esto es hacer filosofía. La filosofía angustia. La pregunta angustia. No nos hace felices, o por lo menos no nos brinda el sosiego de la certeza. Nos obliga a replantearnos todo, incluso la misma idea que tenemos de felicidad. La filosofía nos golpea de lleno con nuestras propias limitaciones. Interrumpe el fluir de una cotidianeidad segura donde todo funciona, y pone por eso todo entre paréntesis. Todo; en especial, la noción de funcionamiento como supuesto último de todas nuestras acciones. Al interrumpir, la filosofía hace que todo lo que venía funcionando normalmente se detenga. Es que interrumpir es básicamente cuestionar la normalidad, evidenciar la norma. Y así, se interrumpe la lógica del buen funcionamiento y se abre el espacio para la pregunta. La pregunta por el porqué. La pregunta que inquiere y no la que busca una respuesta. Una pregunta con respuesta nos calma. Una respuesta que aún puede ser abierta con una nueva pregunta nos moviliza. Y si cada nueva respuesta puede a su vez ser abierta, alcanzamos lo abierto. Lo abierto angustia. Lo cerrado angustia. El todo angustia. La nada angustia...” (pp. 18-19)
[Las cursivas pertenecen al texto.]
“Sócrates es condenado por la justicia ateniense, acusado de corromper a la juventud enseñando falsedades acerca de los dioses. Pero como explica Sócrates muy bien en primera persona, en su defensa que Platón reconstruye en ese texto llamado Apología de Sócrates, él ya estaba condenado de antemano; o mejor dicho: se lo acusaba de mucho más de lo que aparece en el juicio como acusaciones concretas.
A Sócrates no lo querían. No lo querían porque con sus actitudes por fuera de lo estatuido ponía en evidencia la oscuridad de las prácticas institucionales. Ponía en evidencia lo formal, lo vacío del ethos ateniense, la deflación de sus valores, la crisis. Incluso antes del suceso del oráculo. Sócrates con su propio comportamiento, con su propia manera de vivir, molestaba. Incomodaba a una ciudadanía que se había acostumbrado a una doble moral, a una vida democrática que, según explica muy bien en la República, se degradaba en demagogia, esto es, en el aprovechamiento de las formas del sistema democrático, pero para otros fines, más espurios y menos comunitarios.
Sócrates molestaba sin hacer nada, o sea, demostrando con su propia experiencia de vida que se podía vivir de otra manera. No era un sofista. O era tan sofista que ya estaba del otro lado. Escuchaba. Repreguntaba. No daba clases, sino que creaba las condiciones para un diálogo en el que circulara la palabra. No explicaba nada, sino que desarticulaba certezas para que aquel que se hallaba muy convencido de algo, sufriera una perplejidad abismal al derrumbarse casi todas las justificaciones de su saber.” (p. 76)
[Las
cursivas pertenecen al texto.]