domingo, 6 de diciembre de 2015

Carlo Levi
CRISTO SE DETUVO EN ÉBOLI
Madrid, 2005, Gadir.



“Si alguna vez aquellos hombres sin Estado, los campesinos de Lucania, hubieran podido tenerlo, su verdadera capital no habría sido Roma ni Nápoles, sino Nueva York y ya lo era de la única forma posible para ellos: la mitológica. Por su doble naturaleza, como lugar de trabajo era indiferente: se vivía en ella como se viviría en otro lugar, como animales uncidos a un carro, y daba igual en qué dirección se debiera tirar; como paraíso, Jerusalén celestial, ¡oh!, entonces no se podía tocarla, sólo contemplarla allende el mar, sin mezclarse con ella. Los campesinos iban a América y seguían siendo lo que eran: muchos se quedaban y sus hijos seguían siendo americanos, pero los otros, los que regresaban, al cabo de veinte años, eran idénticos a cuando se habían marchado. En tres meses habían olvidado las pocas palabras de inglés aprendidas, habían abandonado las pocas costumbres superficiales y seguían siendo los campesinos de antes, como unas piedras por encima de las cuales hubiera pasado durante mucho tiempo el agua de un río en crecida y que el primer sol en pocos minutos volviese a secar. En América vivían aparte, entre ellos: no participaban en la vida de aquel país, seguían comiendo pan durante años, como en Gagliano, y ahorraban los poco dólares que podían; estaban cerca del paraíso, pero ni siquiera se les ocurrían entrar en él.” (p. 144)

“Los Estados, las teocracias, los ejércitos organizados son, naturalmente, más fuertes que el pueblo disperso de los campesinos, razón por la cual éstos deben resignarse a ser dominados, pero no pueden sentir como propias las glorias ni las empresas de aquella civilización, radicalmente enemiga suya. Las únicas guerras que les llegan al corazón son aquellas en que ellos han combatido para defenderse contra dicha civilización, contra la Historia y los Estados, la teocracia y los ejércitos. Son las guerras reñidas bajo sus propios estandartes, sin orden militar, sin arte y sin esperanza: guerras infelices y destinadas siempre a la derrota, feroces, desesperadas e incomprensibles para los historiadores.” (p. 160)

“Todos aquellos niños tenían algo singular: tenían algo del animal y algo del hombre adulto, como si, con el nacimiento, hubieran recogido, ya listo, un fardo de paciencia y obscura conciencia del dolor. Sus juegos no eran los habituales de los niños humildes de las ciudades, semejantes en todos los países: los duendes eran sus únicos compañeros. Eran cerrados, sabían callar y, bajo la ingenuidad infantil, había la impenetrabilidad del campesino, desdeñosa de imposibles comodidades, el pudor campesino, que al menos defiende el alma en un mundo desolado.” (p. 251)

“El viento de la rebelión soplaba sobre el pueblo. Los habían herido en su profundo sentido de la justicia y aquella gente dócil, resignada y pasiva, impenetrable a las razones de la política y a las teorías de los partidos, sentía renacer dentro de sí el alma de los bandidos. Así eran siempre las violentas y efímeras explosiones de esos hombre contendidos; un resentimiento antiquísimo y potente afloraba por un motivo humano y prendían fuego a las casetas de abastos y los cuarteles de los carabineros y degollaban a los señores; por un momento, nacía una ferocidad española, una libertad atroz y sanguinaria. Después iban a la cárcel, indiferentes, como quien ha desahogado en un instante lo que esperaba desde hacía siglos.” (p.265)