martes, 29 de diciembre de 2015


Jon Krakauer
MAL DE ALTURA (II)
Madrid, 2015, Desnivel.



“La bibliografía sobre el Everest abunda en relatos de experiencias alucinatorias atribuibles a la hipoxia y la fatiga. En 1993 el célebre escalador inglés Frank Smythe observó «dos curiosos objetos flotando en el cielo», estando a 8.400 metros de altitud: «Uno tenía unas alas mal desarrolladas, y el otro una protuberancia que recordaba un pico. Aunque permanecían inmóviles en el cielo, parecían vibrar lentamente». En 1980, durante su ascensión en solitario, Messner creyó escalar en compañía de un compañero invisible. Paulatinamente, yo mismo me di cuenta de que había caído en un extravío similar, y la sensación de ir alejándome de la realidad me llenó de fascinación y de horror.
   Había sobrepasado hasta tal punto el umbral de la extenuación que incluso experimentaba un claro distanciamiento de mi cuerpo, como si estuviera viéndome descender unos metros más arriba. Imaginé que iba vestido con un cárdigan verde y calzado con zapatos de charol, y pese a que con el vendaval la temperatura había caído a 50 grados bajo cero, notaba un calorcillo extraño e inquietante.” (pp. 171-172)

“Siempre he sabido que escalar montañas era una empresa muy arriesgada. Aceptaba que el peligro era una parte esencial del deporte; sin ese valor añadido, la escalada no difería demasiado de otras muchas diversiones. Resultaba estimulante rozar el enigma de la mortalidad, atisbar en sus fronteras prohibidas. Escalar era algo estupendo, a mi modo de ver, y no pese a sus peligros intrínsecos, sino precisamente por ellos.” (p. 231)

“De los seis alpinistas del grupo de Hall que llegamos a la cima, sólo Mike Groom y yo bajamos sanos y salvos: cuatro compañeros de equipo, con los que había reído, vomitado y mantenido largas conversaciones, perdieron la vida. Mi intervención —o la falta de ella— desempeñó un papel decisivo en la muerte de Andy Harris. Y mientras Yasuko Namba agonizaba en el collado Sur, yo estaba a trescientos cincuenta metros de allí, acurrucado en una tienda, ajeno a sus sufrimientos y preocupado únicamente por mi supervivencia. La mancha que ello ha dejado en mi conciencia no es algo que pueda borrarse con unos meses de aflicción y remordimiento.
   Finalmente me decidí a confiar mis inquietudes a Klev Schoening, cuya casa no quedaba lejos de la mía. Klev dijo que también él se sentía muy desgraciado por la pérdida de tantas vidas, pero que, a diferencia de mí, no experimentaba la «culpa del superviviente». «Aquella noche, en el collado —me explicó—, hice lo imposible por salvarme a mí mismo y a los que estaban conmigo. Cuando conseguimos llegar a las tiendas, ya no podía más. Tenía una córnea congelada y estaba casi ciego, hipotérmico, deliraba, temblaba sin poder remediarlo. Fue terrible perder a Yasuko, pero he hecho las paces conmigo mismo porque sé a ciencia cierta que no pude hacer nada más para salvarla. No deberías ser tan duro contigo mismo. La tormenta fue terrible. En el estado en que te encontrabas, ¿qué podrías haber hecho por Yasuko?».
   Tal vez nada, admití. Pero nunca estaré del todo seguro. Y la envidiable paz de que habla Schoening, a mí se me escapa.” (p. 232)