Karl Polanyi
LA GRAN TRANSFORMACIÓN
Madrid, 1989, La Piqueta.
“La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica. Una institución como ésta no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto. Inevitablemente la sociedad adoptó medidas para protegerse, pero todas ellas comprometían la autorregulación del mercado, desorganizaban la vida industrial y exponían así a la sociedad a otros peligros. Justamente este dilema obligó al sistema de mercado a seguir en su desarrollo un determinado rumbo y acabó por romper la organización social que estaba basada en él.” (p. 26)
“Todo lo dicho nos conduce a formular la tesis que trataremos de probar: los orígenes del cataclismo, que conoció su cénit en la Segunda Guerra mundial, residen en el proyecto utópico del liberalismo económico consistente en crear un sistema de mercado autorregulador. Esta tesis permite, a mi juicio, delimitar y comprender ese sistema de poderes casi míticos que supone, ni más ni menos, el equilibrio entre las potencias, el patrón-oro y el Estado Liberal; en suma, esos pilares fundamentales de la civilización del siglo XIX, se erigían todos sobre el mismo basamento, adoptaban, en definitiva, la forma que les proporcionaba una única matriz común: el mercado autorregulador.
Esta afirmación puede parecer excesiva e incluso chocante por su grosero materialismo. Pero la particularidad de la civilización a cuyo derrumbe hemos asistido era precisamente que reposaba sobre cimientos económicos. Otras sociedades y otras civilizaciones se vieron también limitadas por las condiciones materiales de existencia: es un rasgo común a toda vida humana -en realidad a toda vida, sea ésta religiosa o no, materialista o espiritualista-. Todos los tipos de sociedades están sometidos a factores económicos. Pero únicamente la civilización del siglo XIX fue económica en un sentido diferente y específico, ya que optó por fundarse sobre un móvil, el de la ganancia, cuya validez es muy raramente conocida en la historia de las sociedades humanas: de hecho nunca con anterioridad este rasgo había sido elevado al rango de justificación de la acción y del comportamiento en la vida cotidiana. El sistema de mercado autorregulador deriva exclusivamente de este principio.” (p. 65)
[La cursiva pertenece al texto.]
“Muchas veces el ritmo del cambio tiene más importancia que su dirección, aunque también es frecuente que en aquellas ocasiones en que ésta no depende de nuestra voluntad se pueda, sin embargo, regular el ritmo de las transformaciones que se están produciendo.
La creencia en el progreso espontáneo nos hace necesariamente incapaces de percibir el papel del gobierno en la vida económica, que consiste frecuentemente en modificar la velocidad del cambio, acelerándolo o frenándolo, según los casos. Si consideramos que ese ritmo es inalterable -o, aún peor, si pensamos que constituye un sacrilegio modificarlo- entonces ya no hay lugar para ningún tipo de intervención.” (pp. 74-75)
“En una economía de mercado el dinero constituye también un elemento esencial de la vida industrial y su inclusión en el mecanismo del mercado tiene, como veremos, consecuencias institucionales de gran alcance. El trabajo no es, sin embargo, ni más ni menos que los propios seres humanos que forman la sociedad; y la tierra no es más que el medio natural en el que cada sociedad existe. Incluir al trabajo y a la tierra entre los mecanismos del mercado supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad.” (p. 126)
“Asuntos puramente económicos, por ejemplo los que se refieren a la satisfacción de las necesidades, tienen infinitamente menos relación con el comportamiento de clase que las cuestiones de prestigio social. (...) Pero los intereses de una clase están íntimamente vinculados de modo directo al prestigio y al rango, al status y a la seguridad, es decir, no son primordialmente económicos sino sociales.” (p. 251)
“Separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual.
Este plan de destrucción se llevó a cabo mediante la aplicación del principio de la libertad de contrato. Es como si en un momento dado se decidiese en la práctica que las organizaciones no contractuales fundadas en el parentesco, la vecindad, el oficio o las creencias, debían ser liquidadas, puesto que exigían la sumisión del individuo y limitaban por tanto su libertad. Presentar este principio como una medida de no injerencia, como sostenían comúnmente los partidarios de la economía liberal, equivalía a expresar pura y llanamente un prejuicio enraizado en un tipo muy particular de injerencia, a saber, la que destruye las relaciones no contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente.” (p. 266)
LA GRAN TRANSFORMACIÓN
Madrid, 1989, La Piqueta.
“La tesis defendida aquí es que la idea de un mercado que se regula a sí mismo era una idea puramente utópica. Una institución como ésta no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto. Inevitablemente la sociedad adoptó medidas para protegerse, pero todas ellas comprometían la autorregulación del mercado, desorganizaban la vida industrial y exponían así a la sociedad a otros peligros. Justamente este dilema obligó al sistema de mercado a seguir en su desarrollo un determinado rumbo y acabó por romper la organización social que estaba basada en él.” (p. 26)
“Todo lo dicho nos conduce a formular la tesis que trataremos de probar: los orígenes del cataclismo, que conoció su cénit en la Segunda Guerra mundial, residen en el proyecto utópico del liberalismo económico consistente en crear un sistema de mercado autorregulador. Esta tesis permite, a mi juicio, delimitar y comprender ese sistema de poderes casi míticos que supone, ni más ni menos, el equilibrio entre las potencias, el patrón-oro y el Estado Liberal; en suma, esos pilares fundamentales de la civilización del siglo XIX, se erigían todos sobre el mismo basamento, adoptaban, en definitiva, la forma que les proporcionaba una única matriz común: el mercado autorregulador.
Esta afirmación puede parecer excesiva e incluso chocante por su grosero materialismo. Pero la particularidad de la civilización a cuyo derrumbe hemos asistido era precisamente que reposaba sobre cimientos económicos. Otras sociedades y otras civilizaciones se vieron también limitadas por las condiciones materiales de existencia: es un rasgo común a toda vida humana -en realidad a toda vida, sea ésta religiosa o no, materialista o espiritualista-. Todos los tipos de sociedades están sometidos a factores económicos. Pero únicamente la civilización del siglo XIX fue económica en un sentido diferente y específico, ya que optó por fundarse sobre un móvil, el de la ganancia, cuya validez es muy raramente conocida en la historia de las sociedades humanas: de hecho nunca con anterioridad este rasgo había sido elevado al rango de justificación de la acción y del comportamiento en la vida cotidiana. El sistema de mercado autorregulador deriva exclusivamente de este principio.” (p. 65)
[La cursiva pertenece al texto.]
“Muchas veces el ritmo del cambio tiene más importancia que su dirección, aunque también es frecuente que en aquellas ocasiones en que ésta no depende de nuestra voluntad se pueda, sin embargo, regular el ritmo de las transformaciones que se están produciendo.
La creencia en el progreso espontáneo nos hace necesariamente incapaces de percibir el papel del gobierno en la vida económica, que consiste frecuentemente en modificar la velocidad del cambio, acelerándolo o frenándolo, según los casos. Si consideramos que ese ritmo es inalterable -o, aún peor, si pensamos que constituye un sacrilegio modificarlo- entonces ya no hay lugar para ningún tipo de intervención.” (pp. 74-75)
“En una economía de mercado el dinero constituye también un elemento esencial de la vida industrial y su inclusión en el mecanismo del mercado tiene, como veremos, consecuencias institucionales de gran alcance. El trabajo no es, sin embargo, ni más ni menos que los propios seres humanos que forman la sociedad; y la tierra no es más que el medio natural en el que cada sociedad existe. Incluir al trabajo y a la tierra entre los mecanismos del mercado supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad.” (p. 126)
“Asuntos puramente económicos, por ejemplo los que se refieren a la satisfacción de las necesidades, tienen infinitamente menos relación con el comportamiento de clase que las cuestiones de prestigio social. (...) Pero los intereses de una clase están íntimamente vinculados de modo directo al prestigio y al rango, al status y a la seguridad, es decir, no son primordialmente económicos sino sociales.” (p. 251)
“Separar el trabajo de las otras actividades de la vida y someterlo a las leyes del mercado equivaldría a aniquilar todas las formas orgánicas de la existencia y a reemplazarlas por un tipo de organización diferente, atomizada e individual.
Este plan de destrucción se llevó a cabo mediante la aplicación del principio de la libertad de contrato. Es como si en un momento dado se decidiese en la práctica que las organizaciones no contractuales fundadas en el parentesco, la vecindad, el oficio o las creencias, debían ser liquidadas, puesto que exigían la sumisión del individuo y limitaban por tanto su libertad. Presentar este principio como una medida de no injerencia, como sostenían comúnmente los partidarios de la economía liberal, equivalía a expresar pura y llanamente un prejuicio enraizado en un tipo muy particular de injerencia, a saber, la que destruye las relaciones no contractuales entre individuos y les impide organizarse espontáneamente.” (p. 266)