domingo, 20 de diciembre de 2015


Kenneth Grahame
EL VIENTO EN LOS SAUCES (I)
Madrid, 1985, Altea.



“Y abandonando la corriente principal, entraron en un paraje que a primera vista parecía un pequeño lago sin salida alguna. Verde césped descendía en suave declive hasta sus orillas; pardas y serpentinas raíces de árbol brillaban bajo la superficie del agua inmóvil; mientras que allí mismo, frente a ellos, el lomo plateado y la espumosa caída de una presa, del brazo de una inquieta y goteante rueda de molino, que a su vez sustentaba una aceña de tejados grises, llenaban el aire de un rumor sedante, sordo y monótono, pero con claras vocecillas que de él salían y hablaban alegremente a ratos. Era tan extraordinariamente hermoso que el Topo no acertó a hacer otra cosa que alzar las manos al cielo y exclamar con voz entrecortada: «¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Madre mía!».” (pp. 17-18; primera parte)
 
“Entretanto la Rata, caliente y confortable, dormitaba en su casa a la vera del fuego. Su papel de versos a medio acabar se deslizó de su rodilla al suelo, se le venció hacia atrás su cabeza, se le quedó entreabierta la boca y empezó a divagar por las floridas márgenes de los ríos del sueño. Luego se desprendió un tizón, crepitó el fuego, haciendo brotar una llamaradita, y la Rata se despertó sobresaltada.” (pp. 70-71; primera parte)

“Al tiempo que apresuraba el paso, saboreando por anticipado el momento de llegar de nuevo a casa y hallarse entre las cosas que conocía y amaba, el Topo vio claramente que él era un animal de campiña y seto vivo, vinculado al surco que abre el labrador, a los pastizales concurridos por el ganado, al camino de las morosas andanzas vespertinas, a la huerta y el bancal.” (p. 114; primera parte)

“La mayor parte de las ventanas, bajas y con reja, tenían abiertas las cortinas, y, para los mirones de fuera, los inquilinos, congregados en torno a la mesa de la merienda, absortos en labores manuales o entregados a animados coloquios con risas y gesticulaciones, tenían todos esa bendita gracia que es lo último que el actor profesional aprende a imitar: la gracia natural inherente al perfecto desconocimiento de ser observados.” (pp. 118-119; primera parte)