Thomas Pynchon
LA SUBASTA DEL LOTE 49
Barcelona, 2013, Tusquets.
“A principios de los años sesenta, un ejecutivo de Yoyodyne que vivía en los alrededores de Los Ángeles y que ocupaba en la casa matriz un puesto que estaba por encima del director gerente pero por debajo del vicepresidente se quedó sin trabajo a los treinta y nueve años por culpa de la automatización laboral. Como desde los siete años le habían inculcado una educación teleológica tendente a conquistar una presidencia y morir, y como se había acostumbrado a no hacer absolutamente nada, salvo estampar su nombre al pie de informes especializados de los que no entendía ni palabra y recibir broncas cuando perdía el control de los programas especializados que fracasaban por motivos especiales que tenían que explicarle pormenorizadamente, lo primero que le pasó por la cabeza, como es lógico, fue el suicidio. Pero la costumbre pudo más que él: no podía tomar una decisión sin escuchar antes las sugerencias de un comité. Puso un anuncio en Los Angeles Times para preguntar a quienquiera que se hubiese encontrado en el mismo brete si había encontrado algún motivo justificado para suicidarse. Suponía el muy pícaro que, como no contestaría ningún suicida, sólo recibiría respuestas disuasorias. Se equivocaba. Después de vigilar el buzón durante una semana de nerviosismo con unos prismáticos japoneses que su media naranja le había dado como regalo de despedida (ella lo había abandonado veinticuatro horas después de que el ejecutivo recogiera el finiquito), y de no recibir más que peticiones de donativos que llegaban a mediodía con el cartero, despertó bruscamente de una borrachera, durante la que había soñado en blanco y negro que se tiraba desde un rascacielos a la calle atestada de vehículos, al oír que llamaban a la puerta con golpes insistentes. Era un anciano vagabundo con un gorro de marinero en la cabeza y un garfio en vez de mano que le entregó un fajo de cartas y se fue dando zancadas y sin decir nada. Casi todas las cartas eran de suicidas frustrados, por torpeza o por cobardía en el último momento. Ninguna, sin embargo, le proporcionaba motivos convincentes para seguir vivo. A pesar de los pesares, el ejecutivo no acababa de decidirse y pasó otra semana rellenando papeles en que apuntaba, en sendas columnas tituladas «pros» y «contras», los motivos a favor y en contra del «salto sin paracaídas». Falto de incentivos, le fue imposible llegar a una decisión inequívoca. Hasta que cierto día que leía la primera plana del Times le llamó la atención un reportaje, ilustrado con una telefoto de la AP, sobre un monje budista de Vietnam que se había prendido fuego para protestar por la política del gobierno. «¡Qué bestial!», exclamó el ejecutivo. Fue al garaje, vació el depósito del Buick, se puso el traje verde de Zachary All, chaleco incluido, se metió todas las cartas de suicidas frustrados en un bolsillo de la chaqueta, fue a la cocina y se empapó de combustible. Estaba ya a punto de darse el chisquerazo fatal con su fiel Zippo, que le había acompañado por entre la maleza de Normandía, las Ardenas, Alemania y la Norteamérica posbélica, cuando oyó una llave en la cerradura y voces en la puerta. Eran su mujer y cierto sujeto a quien no tardó en reconocer, dado que era el experto en rendimiento de Yoyodyne por culpa del cual le habían sustituido por un IBM 7094. Intrigado por la ironía de la situación, se quedó en la cocina y permaneció a la escucha, dejando la corbata dentro de la gasolina, a modo de mecha. Por lo que pudo deducir, el experto en rendimiento quería tener comercio carnal con su mujer en la alfombra de tafilete del salón. A ella no le disgustaba la idea. El ejecutivo oyó risas lascivas, cremalleras, golpes sordos de zapatos, respiración agitada, gemidos. Sacó la corbata de la gasolina y se puso a reír con risa mal disimulada. Cerró el Zippo. «Oigo risas», dijo de pronto la mujer. «Huele a gasolina», dijo el experto en rendimiento. Entraron en la cocina cogidos de la mano y desnudos. «Estaba a punto de convertirme en bonzo», les explicó el ejecutivo. «Y ha tardado casi tres semanas en decidirse», dijo con asombro el experto en rendimiento. «¿Sabes cuánto tardaría el IBM 7094? Doce microsegundos. No me extraña que te sustituyeran.» El ejecutivo echó la cabeza atrás y rió a mandíbula batiente durante diez interminables minutos, a mitad de los cuales, la mujer y el amante, alarmados, se retiraron, se vistieron y fueron a avisar a la policía. El ejecutivo se desnudó, se duchó y tendió a secar el traje. Advirtió entonces algo extraño. Los sellos de algunas de las cartas que había metido en el bolsillo del traje se habían puesto casi blancos. Comprendió que la gasolina había disuelto la tinta de los matasellos. Por hacer algo, se puso a arrancar un sello y de repente vio la trompa postal con sordina, y debajo de la filigrana, transparentándose con claridad, la piel de su propia mano. «Una señal», murmuró, «eso es lo que es.» Si hubiera sido creyente se habría postrado de hinojos. Pero la verdad es que se limitó a decir, y con gran solemnidad: «El amor ha sido mi gran equivocación. Juro mantenerme alejado del amor de ahora en adelante: hétero, homo, bi, perro, gato, coche, todas las variantes que hubiere. Fundaré una sociedad de solitarios dedicada a esta misión, y este signo, revelado por la misma gasolina que ha estado a punto de aniquilarme, será su emblema». Y así fue.” (pp. 114-116)
LA SUBASTA DEL LOTE 49
Barcelona, 2013, Tusquets.
“A principios de los años sesenta, un ejecutivo de Yoyodyne que vivía en los alrededores de Los Ángeles y que ocupaba en la casa matriz un puesto que estaba por encima del director gerente pero por debajo del vicepresidente se quedó sin trabajo a los treinta y nueve años por culpa de la automatización laboral. Como desde los siete años le habían inculcado una educación teleológica tendente a conquistar una presidencia y morir, y como se había acostumbrado a no hacer absolutamente nada, salvo estampar su nombre al pie de informes especializados de los que no entendía ni palabra y recibir broncas cuando perdía el control de los programas especializados que fracasaban por motivos especiales que tenían que explicarle pormenorizadamente, lo primero que le pasó por la cabeza, como es lógico, fue el suicidio. Pero la costumbre pudo más que él: no podía tomar una decisión sin escuchar antes las sugerencias de un comité. Puso un anuncio en Los Angeles Times para preguntar a quienquiera que se hubiese encontrado en el mismo brete si había encontrado algún motivo justificado para suicidarse. Suponía el muy pícaro que, como no contestaría ningún suicida, sólo recibiría respuestas disuasorias. Se equivocaba. Después de vigilar el buzón durante una semana de nerviosismo con unos prismáticos japoneses que su media naranja le había dado como regalo de despedida (ella lo había abandonado veinticuatro horas después de que el ejecutivo recogiera el finiquito), y de no recibir más que peticiones de donativos que llegaban a mediodía con el cartero, despertó bruscamente de una borrachera, durante la que había soñado en blanco y negro que se tiraba desde un rascacielos a la calle atestada de vehículos, al oír que llamaban a la puerta con golpes insistentes. Era un anciano vagabundo con un gorro de marinero en la cabeza y un garfio en vez de mano que le entregó un fajo de cartas y se fue dando zancadas y sin decir nada. Casi todas las cartas eran de suicidas frustrados, por torpeza o por cobardía en el último momento. Ninguna, sin embargo, le proporcionaba motivos convincentes para seguir vivo. A pesar de los pesares, el ejecutivo no acababa de decidirse y pasó otra semana rellenando papeles en que apuntaba, en sendas columnas tituladas «pros» y «contras», los motivos a favor y en contra del «salto sin paracaídas». Falto de incentivos, le fue imposible llegar a una decisión inequívoca. Hasta que cierto día que leía la primera plana del Times le llamó la atención un reportaje, ilustrado con una telefoto de la AP, sobre un monje budista de Vietnam que se había prendido fuego para protestar por la política del gobierno. «¡Qué bestial!», exclamó el ejecutivo. Fue al garaje, vació el depósito del Buick, se puso el traje verde de Zachary All, chaleco incluido, se metió todas las cartas de suicidas frustrados en un bolsillo de la chaqueta, fue a la cocina y se empapó de combustible. Estaba ya a punto de darse el chisquerazo fatal con su fiel Zippo, que le había acompañado por entre la maleza de Normandía, las Ardenas, Alemania y la Norteamérica posbélica, cuando oyó una llave en la cerradura y voces en la puerta. Eran su mujer y cierto sujeto a quien no tardó en reconocer, dado que era el experto en rendimiento de Yoyodyne por culpa del cual le habían sustituido por un IBM 7094. Intrigado por la ironía de la situación, se quedó en la cocina y permaneció a la escucha, dejando la corbata dentro de la gasolina, a modo de mecha. Por lo que pudo deducir, el experto en rendimiento quería tener comercio carnal con su mujer en la alfombra de tafilete del salón. A ella no le disgustaba la idea. El ejecutivo oyó risas lascivas, cremalleras, golpes sordos de zapatos, respiración agitada, gemidos. Sacó la corbata de la gasolina y se puso a reír con risa mal disimulada. Cerró el Zippo. «Oigo risas», dijo de pronto la mujer. «Huele a gasolina», dijo el experto en rendimiento. Entraron en la cocina cogidos de la mano y desnudos. «Estaba a punto de convertirme en bonzo», les explicó el ejecutivo. «Y ha tardado casi tres semanas en decidirse», dijo con asombro el experto en rendimiento. «¿Sabes cuánto tardaría el IBM 7094? Doce microsegundos. No me extraña que te sustituyeran.» El ejecutivo echó la cabeza atrás y rió a mandíbula batiente durante diez interminables minutos, a mitad de los cuales, la mujer y el amante, alarmados, se retiraron, se vistieron y fueron a avisar a la policía. El ejecutivo se desnudó, se duchó y tendió a secar el traje. Advirtió entonces algo extraño. Los sellos de algunas de las cartas que había metido en el bolsillo del traje se habían puesto casi blancos. Comprendió que la gasolina había disuelto la tinta de los matasellos. Por hacer algo, se puso a arrancar un sello y de repente vio la trompa postal con sordina, y debajo de la filigrana, transparentándose con claridad, la piel de su propia mano. «Una señal», murmuró, «eso es lo que es.» Si hubiera sido creyente se habría postrado de hinojos. Pero la verdad es que se limitó a decir, y con gran solemnidad: «El amor ha sido mi gran equivocación. Juro mantenerme alejado del amor de ahora en adelante: hétero, homo, bi, perro, gato, coche, todas las variantes que hubiere. Fundaré una sociedad de solitarios dedicada a esta misión, y este signo, revelado por la misma gasolina que ha estado a punto de aniquilarme, será su emblema». Y así fue.” (pp. 114-116)