Wade Davis
EL RÍO: exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica (IV)
Valencia, 2005, Pre-Textos.
“Todos tomamos más yagé, varias veces. Pasó una hora o más. Miré hacia arriba y vi que los bordes del mundo se suavizaban al mismo tiempo que sentía una resonancia que llegaba de más allá del cielo, como la sugerencia de un viento flotante de pulsante energía.
Al principio fue agradable, un sentido maravilloso de vida y de calor que envolvía todas las cosas. Luego las sensaciones se intensificaron, se cargaron de una extraña corriente y el aire mismo adquirió una densidad metálica. Pronto dejó de existir el mundo tal como lo conocía. No era una distorsión de la realidad: era como si se disolviera al tiempo que el terror de otra dimensión avasallaba los sentidos. La belleza de los colores, los interminables diseños de esférica luminosidad, eran como lluvia brotando de mi piel. Me contuve. Miré hacia arriba y vi a Rufino y a Pacho bamboleándose y quejándose suavemente. En el pelo había flores que lloraban y árboles intentando remontarse hasta las nubes, y de sus ramas caían hojas con grandes aullidos. Entonces se abrió el cielo. Una lívida cicatriz cruzaba el firmamento, las estrellas palpitaban y un gran viento dispersaba todo a su paso. Se abrió la tierra. Serpientes se enroscaban en los postes y se metían reptando por los techos. No había escape. Los ríos se abrían como las bocas de los capullos. El movimiento se volvía penetración, y el terror se hizo más fuerte. La muerte flotaba por todas partes. Niños famélicos y animales de todas las formas enfermaban y morían de sed, enterrando sus narices en la tierra seca. Sus costados yacían desnudos a la intemperie y por todas partes se levantaba un palio inmenso de dolor.
Traté de librar las formas de las sensaciones luminosas. En vez de ello, mis pensamientos mismos se volvieron visiones, no de cosas o lugares sino de toda una dimensión que en ese momento no sólo parecía real sino absoluta. Era ese el mundo real, y lo que había conocido hasta entonces resultaba ser una falsificación cruda y opaca.
(...)
Lentamente, al avanzar la noche los colores se suavizaron y el terror cedió. Sentí mis manos palpando el piso de tierra de la maloca, vi nubes de polvo teñidas de luz verde, oí voces que se reían. Estaba a punto de amanecer: lo supe al oír la selva. Mis compañeros todavía estaban junto al fogón, pero las llamas se habían apagado y hacía frío. Cansado, aunque ya sin miedo, me metí en la hamaca. Permanecí despierto mucho tiempo, envuelto en una manta de algodón, como un niño agotado después de la fiebre. Lo último que vi al irme durmiendo fue una plácida nube de luz violeta que se posaba sobre la maloca.” (pp. 586-587)
EL RÍO: exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica (IV)
Valencia, 2005, Pre-Textos.
“Todos tomamos más yagé, varias veces. Pasó una hora o más. Miré hacia arriba y vi que los bordes del mundo se suavizaban al mismo tiempo que sentía una resonancia que llegaba de más allá del cielo, como la sugerencia de un viento flotante de pulsante energía.
Al principio fue agradable, un sentido maravilloso de vida y de calor que envolvía todas las cosas. Luego las sensaciones se intensificaron, se cargaron de una extraña corriente y el aire mismo adquirió una densidad metálica. Pronto dejó de existir el mundo tal como lo conocía. No era una distorsión de la realidad: era como si se disolviera al tiempo que el terror de otra dimensión avasallaba los sentidos. La belleza de los colores, los interminables diseños de esférica luminosidad, eran como lluvia brotando de mi piel. Me contuve. Miré hacia arriba y vi a Rufino y a Pacho bamboleándose y quejándose suavemente. En el pelo había flores que lloraban y árboles intentando remontarse hasta las nubes, y de sus ramas caían hojas con grandes aullidos. Entonces se abrió el cielo. Una lívida cicatriz cruzaba el firmamento, las estrellas palpitaban y un gran viento dispersaba todo a su paso. Se abrió la tierra. Serpientes se enroscaban en los postes y se metían reptando por los techos. No había escape. Los ríos se abrían como las bocas de los capullos. El movimiento se volvía penetración, y el terror se hizo más fuerte. La muerte flotaba por todas partes. Niños famélicos y animales de todas las formas enfermaban y morían de sed, enterrando sus narices en la tierra seca. Sus costados yacían desnudos a la intemperie y por todas partes se levantaba un palio inmenso de dolor.
Traté de librar las formas de las sensaciones luminosas. En vez de ello, mis pensamientos mismos se volvieron visiones, no de cosas o lugares sino de toda una dimensión que en ese momento no sólo parecía real sino absoluta. Era ese el mundo real, y lo que había conocido hasta entonces resultaba ser una falsificación cruda y opaca.
(...)
Lentamente, al avanzar la noche los colores se suavizaron y el terror cedió. Sentí mis manos palpando el piso de tierra de la maloca, vi nubes de polvo teñidas de luz verde, oí voces que se reían. Estaba a punto de amanecer: lo supe al oír la selva. Mis compañeros todavía estaban junto al fogón, pero las llamas se habían apagado y hacía frío. Cansado, aunque ya sin miedo, me metí en la hamaca. Permanecí despierto mucho tiempo, envuelto en una manta de algodón, como un niño agotado después de la fiebre. Lo último que vi al irme durmiendo fue una plácida nube de luz violeta que se posaba sobre la maloca.” (pp. 586-587)
"Vagos
eran sus recuerdos y su sentido de la cronología, y algo limitada su
capacidad de introspección. Aunque orgulloso de sus logros, nunca se le
había ocurrido colocar su obra dentro de un contexto histórico. Sin
embargo, al hablar sobre las plantas, su memoria era casi infalible en
una forma sobrecogedora. No tardé en darme cuenta de que cuando le hacía
una pregunta relacionada con una colección botánica, surgían personas,
sitios, fechas y acontecimientos como por arte de magia." (p. 590)