martes, 4 de julio de 2017

John Fante
LLENOS DE VIDA (I)
Barcelona, 2008, Anagrama.


“El reencuentro con mi madre era siempre la parte más difícil de mis visitas. Mi madre era de las que se desmayaban, sobre todo si la ausencia había sido superior a tres meses. Cuando no llegaban a tres, la situación estaba controlada hasta cierto punto. En estos casos se limitaba a tambalearse y a hacer amagos de derrumbe, pero dándonos tiempo para sujetarla e impedir la caída. Una ausencia de un mes no acarreaba ninguna consecuencia. Lloraba un poco y lanzaba su habitual andanada de preguntas.
   Pero en esta ocasión habían transcurrido seis meses y sabía por experiencia que no debía presentarme ante ella de sopetón. La técnica era entrar de puntillas, abrazarla por detrás, anunciarme tranquilamente y esperar a que se le doblaran las rodillas. De otro modo, se quedaba sin aliento, exclamaba «¡Gracias a Dios!» y se desplomaba. Una vez en el suelo, sabía doblar las articulaciones como una masa de gelatina y no había forma de levantarla. Cuando el hijo visitante se cansaba de tirar de ella y de gruñir, se levantaba por su propio pie y se ponía a preparar una cena especial. A mi madre le gustaban los desmayos. Los ejecutaba con mucho arte. Bastaba con que un apuntador cualquiera le diese una entrada.
   También le gustaba morirse. Un par de veces al año, sobre todo por Navidad, recibíamos un telegrama avisándonos de que mamá estaba agonizando. No podíamos arriesgarnos a que por una vez fuera cierto. Los hijos, desde distintos puntos del Lejano Oeste, llegábamos a toda prisa a San Juan para cuidarla en su lecho de muerte. Durante un par de horas se moría, hacía ruidos de vajilla rota con la garganta, ponía los ojos en blanco, nos llamaba por nuestro nombre conforme daba los primeros pasos por el valle de sombras. De repente se sentía mucho mejor, abandonaba despacio el lecho de muerte y se ponía a preparar una abundante cena a base de raviolis.” (pp. 40-41)