sábado, 1 de julio de 2017

Simon Leys
LOS NÁUFRAGOS DEL
«BATAVIA»
Barcelona, 2011, Acantilado.


“Una sociedad civilizada no es necesariamente una sociedad que tiene una proporción menor de individuos criminales y perversos (esta proporción es probablemente casi constante en todos los grupos humanos), sino aquella que simplemente les brinda menos oportunidades de manifestar y de satisfacer sus inclinaciones.” (p. 58)

“Pero ¿quién era Torrentius y qué pensaba realmente? Las fuentes de la época concuerdan en describirle como un personaje de una inmoralidad escandalosa; parecía sentir placer en ofender deliberadamente todos los principios de la gente decente y respetable. El sacrilegio, la blasfemia, la lujuria y la ebriedad eran sus pasatiempos favoritos. ¿Reflejaban sus chocantes declaraciones unas convicciones filosóficas, o simplemente la sardónica diversión que sacaba de oponerse a las estrechas convenciones de la sociedad burguesa? ¿Creía lo que profesaba, o cultivaba la paradoja con el exclusivo fin de hacer enfurecerse a los imbéciles? Los entendidos y los críticos de su tiempo le consideraban como un artista de genio; y en el siglo de oro de la pintura holandesa, los estetas locales sabían de qué hablaban. Torrentius alardeaba de pintar con la colaboración personal del diablo; y la inhumana perfección de su arte daba un cierto peso a esta afirmación. Un ateo es exactamente lo contrario de un sectario de Satán; pero ¿en qué campo se alineaba Torrentius? Pues también proclamaba que el Infierno no era más que una superstición ridícula. Fue finalmente detenido en 1627 (unos diez meses antes de que zarpara el Batavia): se le acusaba de herejía y de inmoralidad y se suponía que pertenecía a la sociedad secreta de los Rosacruces. El fiscal pidió la pena de muerte para él; aunque sometido a espantosas torturas, Torrentius dio prueba de una notable firmeza y se negó a confesar, lo que le salvó la vida, pero fue condenado a veinte años de cárcel. El rey Carlos I de Inglaterra, que era un gran mecenas y un coleccionista avisado (¡probablemente el único monarca inglés que dio prueba alguna vez de apreciar realmente las bellas artes!), intercedió personalmente en su favor ante el príncipe de Orange y obtuvo su liberación anticipada dos años más tarde. Pero Torrentius fue dejado en libertad solo a condición de dirigirse inmediatamente a Inglaterra y de no poner nunca más los pies en Holanda. Pasó una docena de años en la corte de Inglaterra, donde «provocó más escándalo que satisfacción dio» y «pintó muy poco» (pero, al igual que el luminoso Vermeer, de quien parece representar una especie de vertiente tenebrosa, su estilo requería una ejecución en extremo lenta, que excluía la posibilidad de una producción copiosa). Durante los desórdenes que marcaron el final del reinado de Carlos I (antes de que al monarca se le hiciera subir al cadalso), Torrentius perdió su pensión real; privado de su empleo, regresó clandestinamente a Holanda, donde fue detenido de nuevo y sufrió tormento una vez más. Murió en 1644, en libertad, según parece, pero en la miseria.
   Sería bastante vano hablar de un gran pintor sin poder invocar el testimonio de sus obras. En el caso de Torrentius, no queda de él —y de forma milagrosa— más que una sola pintura, pero es una obra maestra. Toda su producción holandesa fue confiscada y destruida por orden de la justicia en el momento de su condena.” (pp. 62-64)