Joseph Heller
TRAMPA 22 (I)
Barcelona, 2005, RBA.
“El coronel Cargill, mediador del general Peckem, era un hombre enérgico, rubicundo. Antes de la guerra era un ejecutivo astuto, agresivo y dinámico. El coronel Cargill era un ejecutivo malísimo, tanto que sus servicios eran muy estimados por las empresas deseosas de sufrir pérdidas económicas con el fin de evadir al fisco. En todo el mundo civilizado desde Battery Park hasta Fulton Street, disfrutaba de gran fama como hombre en el que se podía confiar para amortizar rápidamente los impuestos. Cobraba muy caro, porque muchas veces el desastre no sobrevenía fácilmente. Tenía que empezar por arriba y continuar laboriosamente hasta abajo, y con sus amigos de Washington perder dinero no era tarea sencilla. Llevaba meses enteros de esfuerzos y de mala organización bien planeada. Una persona lo desarticulaba todo, lo desbarataba, descuidaba hasta el último detalle y, precisamente cuando pensaba que lo había logrado, el gobierno le daba un bosque o un lago o unos pozos de petróleo y le estropeaba todo. A pesar de tantos obstáculos, se sabía que el coronel Cargill era capaz de destrozar el negocio más próspero. Era un hombre que lo había conseguido todo por sí solo y que no le debía a nadie su fracaso.
—¡Atención! —empezó a decir el coronel Cargill ante el escuadrón de Yossarian, midiendo las pausas—. Son ustedes oficiales norteamericanos. No pueden decir lo mismo los oficiales de ningún otro ejército del mundo. Piénsenlo un poco.
El sargento Knight lo pensó un poco y después, con suma corrección, puso en conocimiento del coronel Cargill que se estaba dirigiendo a la tropa y que los oficiales lo esperaban en el otro extremo del escuadrón. El coronel Cargill le dio las gracias secamente y se dirigió hacia allí a grandes zancadas, resplandeciente de satisfacción consigo mismo. Lo enorgullecía comprobar que los veintinueve meses de servicio no habían embotado su talento para la ineptitud.” (pp. 31-32)
TRAMPA 22 (I)
Barcelona, 2005, RBA.
“El coronel Cargill, mediador del general Peckem, era un hombre enérgico, rubicundo. Antes de la guerra era un ejecutivo astuto, agresivo y dinámico. El coronel Cargill era un ejecutivo malísimo, tanto que sus servicios eran muy estimados por las empresas deseosas de sufrir pérdidas económicas con el fin de evadir al fisco. En todo el mundo civilizado desde Battery Park hasta Fulton Street, disfrutaba de gran fama como hombre en el que se podía confiar para amortizar rápidamente los impuestos. Cobraba muy caro, porque muchas veces el desastre no sobrevenía fácilmente. Tenía que empezar por arriba y continuar laboriosamente hasta abajo, y con sus amigos de Washington perder dinero no era tarea sencilla. Llevaba meses enteros de esfuerzos y de mala organización bien planeada. Una persona lo desarticulaba todo, lo desbarataba, descuidaba hasta el último detalle y, precisamente cuando pensaba que lo había logrado, el gobierno le daba un bosque o un lago o unos pozos de petróleo y le estropeaba todo. A pesar de tantos obstáculos, se sabía que el coronel Cargill era capaz de destrozar el negocio más próspero. Era un hombre que lo había conseguido todo por sí solo y que no le debía a nadie su fracaso.
—¡Atención! —empezó a decir el coronel Cargill ante el escuadrón de Yossarian, midiendo las pausas—. Son ustedes oficiales norteamericanos. No pueden decir lo mismo los oficiales de ningún otro ejército del mundo. Piénsenlo un poco.
El sargento Knight lo pensó un poco y después, con suma corrección, puso en conocimiento del coronel Cargill que se estaba dirigiendo a la tropa y que los oficiales lo esperaban en el otro extremo del escuadrón. El coronel Cargill le dio las gracias secamente y se dirigió hacia allí a grandes zancadas, resplandeciente de satisfacción consigo mismo. Lo enorgullecía comprobar que los veintinueve meses de servicio no habían embotado su talento para la ineptitud.” (pp. 31-32)